La talidomida era un sedante que comenzó a venderse a partir de 1957 y se administraba como complemento inocuo para las náuseas de las mujeres embarazadas, pero causó graves malformaciones en los fetos, principalmente focomelias, ausencia de extremidades y otras agenesias. El fármaco fue retirado del mercado en 1961 en Alemania, donde se originó el problema, pero, según consta en la demanda presentada por los afectados, en España siguió administrándose varios años más a pesar de su prohibición mundial.
Durante la vista, la parte acusada no pudo demostrar con datos que había advertido de las contraindicaciones de este medicamento, lo que deja casi en bandeja al juez encargado de la causa de dar luz verde a la petición de los letrados de los afectados, que reclaman 204 millones de euros. Desde luego, nunca mejor dicho en este caso, ese dinero no les va a dar la felicidad ni les va a hacer retroceder a finales de los años 50, sólo servirá para amortiguar ligeramente el daño que se les ha causado y la impotencia de verse hasta excluidos de la sociedad y del ámbito laboral.
Por eso, cuando alguien dijo que alguien se había pasado pidiendo esa morterada de millones, tal vez habría que decirles y recordarles que ¿cómo valorarían décadas de sufrimiento moral, que casi es aún peor que la propia dolencia física? Esa marginación no tiene forma de estimarse económicamente, pero siempre habrá aves de rapiña capaces de mercadear y de escatimar hasta el último céntimo porque a los responsables de esta desgracia les importa un pimiento el sufrimiento de esas personas, lo que a ellos les duele es perder dinero y por eso no tienen escrúpulos a la hora de recurrir a las más aviesas artimañas para no perder lo que consideran suyo. ¡Menuda panda!
Juan Antonio Alonso Velarde