Miércoles, 24 de Abril 2024 

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10 Nov

Los dos ancianos permanecían en la dársena de la estación, bajo la lluvia. De pronto, el hombre dio unos golpes con el paraguas en el cristal del autobús, detrás de mi asiento. La mujer que se sentaba a mi lado se giró y le dijo a la que iba detrás, señalando hacia fuera.
-La están llamando.
-¡Déjeme en paz, señora!- grito, la otra.
El exabrupto la dejó escaldada, aunque sin mostrar enfado.
-Es retrasadita, la pobre –me dijo, mirándome apenas, como si se excusara.
-Pues se lo ha dicho alto y claro.


-Sí, desde luego. Son sus padres, ni los ha mirado siquiera –respondió, abriendo el bolso. Hurgó unos segundos hasta dar con el teléfono. Comenzó a teclear, encorvada sobre él; como si buscase un desahogo o un refugio en aquella burbuja de intimidad donde solo ella tenía acceso.
Los viejos se quedaron como dos tocones en un bosque sombrío. Miré brevemente hacía atrás y vi una cara abotargada bajo unos parpados abatidos. Reparé en los enormes pechos que oscilaban vivaces y me sumí en mis pensamientos. Durante el trayecto, la mujer permaneció inmóvil, como si levitase en un mundo onírico; a veces, me llegaba un resuello lejano y levemente molesto.
Yo había ido a la capital para remediar una equivocación surgida al comprar unos zapatos, dos o tres días antes. En la tienda me había probado tan solo uno. La mañana que decidí estrenarlos me fue imposible, pues ambos zapatos correspondían al mismo pie. Recordé que el vendedor –un muchacho bien plantado, con acento argentino- me dijo al pagar: "Sé vago, pibe; no te arrepentirás". Quedé algo escamado, pues de nada me conocía. Ahora comprendí que no aludía a un cambio en mí disposición de carácter, sino a la marca de lo zapatos: Sebago.
La lluvia seguía cayendo. Mi compañera seguía enfrascada, con serias arrugas surcando su frente. Sin duda, le ha afectado el bufido, pensé. En las dehesas, los toros zaínos parecían mojones entre las encinas; y entre ellos, peludas ovejas rastreaban el herbazal. Como un jirón al viento una rapaz sobrevolaba el llano, alejándose. A ratos, oía el zumbido de los limpiaparabrisas. De nuevo volví la mirada. La mujer seguía inmóvil, como una gallina clueca. Una leve sonrisa se insinuaba en los labios y un hilito de saliva asomaba en la comisura. Los pechos apenas oscilantes, calmados; igual que olas tras el arrebato.
Antes de llegar a mi destino, el autobús hizo una parada que no estaba prevista. Había dejado de llover. La mujer de cara abotargada se levantó y avanzó por el pasillo; sin brío, rozándose con los asientos. Salió y dio unas pasos por la carretera. Enseguida se volvió, como si quisiera desprenderse de la tristeza, y gritó, con fuerza acongojada.
-¡Que tengan un buen día! ¡Todos, todos! ¡Adiós!
Y se llevó la mano a los labios, lanzando besos repetitivos, desmesurados, chasqueantes y embarazosos; como sintiendo la despedida.
-¡Adiooós!
Dentro, un silencio elusivo; ausente. La mujer se volvió y reanudo la marcha; con pasos cortos y desganados. Y se fue alejando, con su bolso al hombro, un paraguas bajo el brazo y en la mano una bolsa de tela flácida. Camino del Hospital Psiquiátrico. El autobús reanudó la marcha; pero la silueta se me quedó en la retina: diminuta y nítida. Bajo un cielo plomizo y unos muros grises donde se guardaban los juguetes rotos e inservibles.

Eugenio F. Murias

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