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19 Sep

Afectados por el volcán, damnificados y refugiados en su propia tierra

A las personas que lo perdieron todo,
la inmensa mayoría, los refugiados en su propia tierra
Dos años después el volcán sigue. Callado, dormido pero arrogante. La montaña está ahí, para siempre, como tantas que vemos en el Valle de Aridane. Sus rugidos caducaron, y las bocas de fuego, que echaron lava, piroclastos y gases, nos dejan, de vez en cuando un aliento de la desgasificación. La vida enterrada; sepultada, dos veces, en el cementerio. Dos años después, hay basalto y cenizas, negra con mil matices. Dos años después hay otro volcán que sí está despierto.
Aquel 19 de septiembre, a las 15.10 horas, no hubo evacuación. El semáforo seguía amarillo. Aquella tarde de domingo hay mil y una historias que contar. La de aquellos que no estaban en su casa, de las que aún tenían la comida al fuego y la mesa puesta, la de las que tomaban el café, intranquilos. Y niños aun en pijama. Muchos que llevaban varios días sin dormir, porque bajo sus pies no había temblores, eran sacudidas bruscas, lamentos y aullidos secos; el agua de los grifos caliente.


Los vecinos de Las Manchas y Jedey eran, sin duda, los más intranquilos. Se lo habían dicho el día anterior. Pero no les dijeron la verdad. Pero en Alcalá, El Paraíso o Los Campitos, y también Todoque, el magma estaba dando señales claras. Y sus vecinos no fueron convocados, ni informados, ni evacuados. De repente, se convirtieron en afectados por el volcán. Ellos y muchos más, incluido Las Manchas, Puerto Naos, El Remo....
Afectados fue la palabra que ponía dolor a las personas que estaban perdiéndolo casi todo. La mayoría no fueron evacuados, Se fueron de sus casas. Pero en días posteriores, ya fueron muchos vecinos los que sí fueron sacados de sus casas, forzados a abandonar sus hogares, con las dudas. Más de 7.000 afectados. Algunos pocos pudieron volver. Y otros, dos años después, no han vuelto a vivir en sus casas, aunque estén.
Afectados por el volcán. Y luego surge la otra palabra, damnificados. Lentamente, agónicamente, tenían una obligación. Acudir al registro único se convirtió en un peregrinaje maldito, doloroso. Y algunos "afortunados" fueron los primeros damnificados por el Consorcio. Y tantos millones de euros que la solidaridad dio a La Palma, estuvieron días, semanas y semanas congeladas en las cuentas institucionales. Craso error confiar en quienes no supieron estar a la altura. Porque la naturaleza, el magma del interior de la isla hasta la astenosfera y el manto, arrasaba el Valle. Lo mismo hubiera hecho, sin científicos, políticos, técnicos o fuerzas de seguridad.
En esos días, los más indispensables fueron personas, sin nombre ni poder. Cientos y cientos de voluntarios. Y familiares, amigos. No hubo evacuación. No sabían dónde acoger a tantos afectados. ¡Todos al campo de fútbol! ¿Y después? La inmensa mayoría no encontró las respuestas en las instituciones.
Hay cifras. Dos mil, tres mil, cuatro mil... Los que ya no tienen hogar. Y los que lo tienen, pero no es el de sus padres, ni las tierras de sus antepasados. Aunque fuera segunda vivienda, también era su hogar. Ni las tierras cultivadas, de plataneras, aguacates, viñedos o, simplemente, huertas. Dos, casi tres colegios, sepultados, la iglesia hecha por el pueblo, el centro de salud, las dos farmacias, la tiendita de Todoque... Una lista larguísima.
Afectados, damnificados... Pero nadie los ha llamado refugiados. Y los hay. Solamente he podido leer una comunicación de Alfonso Miguel García Hernández, profesor titular de la ULL y palmero, además de coordinador del grupo de investigación COFINVIDA que denominaba refugiados en su propia tierra a las personas que "han perdido en La Palma casi todo a consecuencia de la erupción del volcán de la Cumbre Vieja, y que necesitan de escucha, apoyo y comprensión". Miguel García escribía estas palabras, cuando aún la erupción seguía, poniendo apellido al dolor de quienes lo habían perdido todo, material y emocionalmente. Nos hablaba de duelo social.
El duelo por las perdidas existe. Por las pérdidas de la vida, sin duda, pero no son las únicas pérdidas. Lo he vivido, y lo sigo viviendo. En aquel tiempo del volcán estaba sumido en el duelo, en su fase más agresiva, la depresión. Me sentí cobarde, impotente. Estaba fuera de la isla, buscando respuestas a mi duelo. Urgente e ingenuo vine a La Palma. Pero me acobardé. Se sumaron todas las depresiones.
El día 24 de septiembre, el día de la Merced, cogí la guagua de las 7 de la mañana para huir de mi dolor. En Tajuya la guagua ya casi iba llena, mayormente de estudiantes que iban a las clases el otro lado de la isla. Todos callados. Eran aún una madrugada oscura. Pero me di cuenta de que nadie quería mirar a aquel volcán, que ya arrasaba. Nadie dijo nada. Silencio. De repente, la guagua se averió, llegando al campo de fútbol de El Paso. Y se oyeron voces, como si fuera un día de rutina, de aquellos que lamentaban llegar tarde a clase. Pero no podían ser un día de rutina. Ni los siguientes días.
Aquel día, y los días sucesivos del mes de septiembre, octubre, noviembre... muchos se habían convertidos en refugiados en su propia tierra. Y aún lo son, porque algunos deambulan todavía, o están en los refugios de otras casas, de familiares o amigos, o pagando alquileres desorbitados. O en contenedores o casas de madera. Son refugiados que siguen con su duelo. Algunos, sacando fuerza y recursos, están creando un nuevo hogar, muy diferente, muy lejos de sus vecinos de toda una vida.
Ni entonces ni ahora las instituciones han entendido que hubo y hay un duelo social. Esa dimensión de la catástrofe está dormida, oculta en las historias personales de cada uno. En las identidades perdidas, en el desarraigo olvidado. Todo ha sido una gestión de cifras, millones, de un número en el registro único, un expediente... Ayudas y ayudas, siempre insuficientes, que jamás repararán toda la pérdida sufrida.
Son muchos los refugiados, confinados en unos hogares que les siguen pareciendo extraños, a los que no se acostumbran dos años después. Un duelo social que necesita una revisión y una transformación, como escribió Miguel García, para construir nuevos significados a sus vidas. Y en esto no se ha ayudado lo suficiente, o casi nada. Porque el dolor, el sufrimiento, el amor, sus historias de vida, el bienestar que no encuentran, o el nuevo malestar que no les abandona, sigue ahí, a remolque. Sin cuantificar, aunque la política se empeñe en ponerle valor económico a todo.

Francisco Rodríguez Pulido
Simplemente, un palmero del Valle de Aridane

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