No estamos aquí para juzgar a nuestro prójimo, para hablar de él e inventar historias o cuentos sobre él, para descalificarlo y para con ello sobrevalorarnos nosotros mismos, sino que estamos aquí para reconoceremos a nosotros mismos, para trabajar en nosotros, para volvernos personas útiles que se hacen responsables de su verdadera vida de forma altruista. Tenemos que reconocer finalmente que aquello que hace el prójimo, es cosa que atañe a Dios, ni a nosotros ni a nuestro interlocutor.
Aquel que tiene un amor aún pequeño se esfuerza continuamente en menospreciar a otros, en presentarlos como faltos de amor, lo que sucede porque él mismo posee poco amor. Lo que significa que esta persona no puede dar, sino que desea tomar, y por ello menosprecia a sus semejantes, para otorgarse valor a sí misma. El hablar siempre de nuestro prójimo, y la mayor parte de las veces de forma negativa, es un vicio muy perjudicial. Y solo cuando reconocemos que lo que hace el otro es únicamente asunto suyo y no nuestro, porque nosotros estamos igualmente cargados con faltas, errores y pecados, podremos dejar este vicio. Deberíamos preguntarnos a cada instante: ¿Cómo me sentiría si mi vecino o mi compañero de trabajo hablaran negativamente de mí y me despreciaran cada vez que me ven? Lo que no quiero que me hagan a mí, no se lo debería hacer yo tampoco a nadie. Estas palabras tienen un significado profundo, también en el sentido espiritual.
Cada persona ha de aprender a vencerse a sí misma para liberar su alma de las cadenas del yo inferior personal. Por eso no sirve de nada juzgar al prójimo. Esto no es legítimo y alberga en sí una carga para aquel que habla negativamente de su prójimo. Estimado lector, dese cuenta de que aquello que achaca a su prójimo eso mismo o algo parecido está también en usted.
Ana Sáez Ramirez