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01 Oct

Intrusismos sensoriales

Nos estamos acostumbrando con demasiada facilidad a ciertos entusiasmos emocionales y sonoros, a ciertas conductas que no son parte de la esencia pura y profunda del ser humano.

La inercia social de cierta convulsión emanada de fuentes económicas y consumistas, y de la dejadez por no negarnos ante la particular manera de sobrevivir en esta carrera imperecedera que vislumbra llegar a ninguna parte, acabará aniquilando en una u otra manera nuestro propio ser si no somos capaces de parar durante unas leves y reflexivas introspecciones, y rememorar o reaprender esencias ganadas en otro tiempo, y perdidas en este, debido a la distracción a la que continuamente estamos siendo sometidos.

Vivimos a demasiada velocidad, si es que esto puede albergar la definición de vivir. Y en esta incesante celeridad, olvidamos apreciar, sentir, percibir, y como a lomos de una moto a 200 km por hora van quedando atrás los lugares, mientras el irritable viento se presenta a modo de brisa fresca, y el vasto ruido del motor se aclimata a nuestro oído, engañándonos ambos que esas son las únicas y esplendidas sensaciones que nos ha de proporcionar el viaje. Nos volvemos esclavos de esa chantajista conducta, no porque alberguemos, vanidosos, que seremos capaces de bajarnos de la moto, y si porque en una u otra manera asociemos estar subida a ella a la verdadera y absoluta postura como pasajero en el camino.

El intrusismo sensorial nos anula, ejerce una fuerza invisible, despótica, que no percibimos, pero que forja un continuo hechizo sobre todos nosotros, quedamos anulados, y para más inri, y como se ha dicho con anterioridad, creemos inconscientes que es lo normal, lo natural. La involución nos persigue y acecha en cualquier esquina. Esa instrucción, el idílico dogma de que eso es lo natural, nos extravía del camino, nos empuja por senderos no elegidos con anterioridad, nos acontece por precipicios de los que saltamos como sí por efecto de la fe ciega a la que nos ha conducido una secta religiosa, halláramos en el vacío y en el estruendo definitivo al llegar abajo, la única realidad.

La introspección o reflexión, aunque sea breve, no nos alejará en su totalidad de ello, pero podrá mantener, quizás, un equilibro con las acuciantes y veloces prioridades e intrusismos inevitables y cotidianos, y se forjen oasis reflexivos que nos desenmascaren los desequilibrios y las alteraciones, y en ello, volver a nosotros mismos, aunque solo sean en los breves periodos de introspección, quedando a salvo o por lo menos avistado el sendero que deseamos andar, la orilla con que deseamos limitarlo, y el sentido que pretendemos darle.

Esa intrusión continua, esa velocidad a la que surcamos, esa ceguera sensorial, ese vértigo desmedido, nos despista y entretiene hacia conductas y maneras que desligan el simple goce y aprendizaje de la vida, y quedamos subyugados por miedos y fantasmas productivos y económicos que nos asolan y nos perturban de una manera insólita y deshumana. Es imposible que empujados por tanta intromisión y desorden sensorial, el ser humano no albergue en un futuro una involución individual, y acabe primitivamente actuando de forma autómata. Habrá con toda seguridad un abandono de la reflexión y la introspección como conducta de búsqueda y aprendizaje del propio individuo, y nacerán nuevos estados de bienestar o conductas nacidas de esas sombras económicas y productivas, que continuaran a atrapándonos y entreteniéndonos. La especie humana dilapidará su propia condición y ventaja, esclavizada por los propios instrumentos, costumbres y maneras que invente y desarrolle, y estas, lejos de producir un avance real o humano, forjarán el acomodo y la dejadez. Debemos volver a aprender el goce del disfrute, ir de compras no es gozar, tampoco lo es equiparse de un fastuoso y caro automóvil, ni cuatrocientos metros de casa y jardín, ni sentarse horas y horas frente al televisor mientras las imágenes cautivan y hechizan anonadamente.

Escritor Andrés Expósito

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