El día en el que el mundo dejo de merecer la pena llegué, un atardecer de primavera, al puerto de El Pireo. El alma se me hizo pedazos al contemplar aquel improvisado campamento para refugiados. No pude por más, sin embargo, que esbozar una sonrisa cuando decenas de niños me rodearon mientras trataban de encontrar mi mano.
Insiste en la cobardía de Europa ante el drama de los refugiados:
Cinco mil seres humanos, mil niños indefensos que vagan por los muelles y se esconden en las tiendas de campaña: Sirios, iraquíes, afganos, caminan con la lentitud del agotamiento y el sufrimiento en sus mirada. Europa, nido de políticos inútiles, mira para otro lado y cierra sus fronteras para resguardar calientes los asientos de la indignidad y la cobardía.
Y concluye:
Hambre y desesperanza, tristeza y enfermedad, suciedad y agotamiento, se hacinan sobre los escombros del continente. Contemplo entonces una larga cola de hombres dispuestos a recoger la cena mientras sus familias esperan hambrientas en las tiendas de campaña. Ya es de noche. El viento fresco de la capital del Egeo me hiela aún más el alma. Un escalofrío recorre mi cuerpo mientras alguien, un sirio con una sonrisa inmensa, me regala una manta para que la ponga sobre mis hombros.
Juan Antonio Alonso Velarde