Viernes, 19 de Abril 2024 

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29 Oct

A finales de los años setenta los márgenes de La Laguna aún permanecían en construcción. No existía el cuadrilátero y la parte de atrás de la escuela de Magisterio estaba levantándose. Sólo edificios en su esqueleto adornaban el paisaje por entonces. Pero un garito que había por allí hacía dar un paseo espacial. Era como salir al otro lado. Un minúsculo Nueva York de ritmos, formas estéticas, y prácticas culturales. El borde de la ciudad acogía a quienes querían vivir en las afueras del tradicionalismo asfixiante. En el Callejón, que así se llamaba el pub, se daban cita transformistas, travestis, roqueros, hippies, chocolateros, heroinómanos y pastilleros.


Si no tenías convicciones firmes, si tu personalidad se amoldaba, era mejor que no pararas por aquel lugar. Podías terminar mal, no en ese momento, pero sí unos años después, cuando la epidemia de VIH comenzó a cobrarse sus primeras víctimas mortales. Si pasados unos pocos años volvías a ver a alguien conocido ya no lo reconocías. Se había convertido en pálido reflejo de lo que en el pasado fue. Personas de belleza extrema quedaron corroídas por el efecto de aceleración de la vida que llevaron. Viajaron más rápido que todos los demás, y se consumieron a esa velocidad meteórica que sólo experimenta quien atraviesa la velocidad de la luz.

Había personas entonces que eran el fiel reflejo estético del Lou Reed de Transformer, o el de Heroin. Siempre sonaban esos discos. Cada día se producía la cita con ese mundo que desde La Laguna sólo imaginabas, pero que con un pico, una esnifada o una fumada recreabas. Y si no, si no te gustaba estar viajando sentado en El Callejón, porque lo tuyo era caminar como el flaneur de Alan Poe dando vueltas a la ciudad, ibas a otros lugares en busca de amigos. Te acercabas al Mamut, en el túnel del Aguere, siempre teniendo cuidado de que las redadas de la policía y el efecto de los psicotrópicos no te empujasen en la carrera de huida a salir volando, porque no veías bien el límite del barranco que lindaba con la salida de atrás de esa maldita ratonera que era el túnel del Aguere.

Si escapabas de los grises, si corrías más que ellos, si tu combustible era la anfetamina la carrera estaba ganada de antemano, y llegabas a tiempo para refugiarte en la cafetería La Estrella, en Heraclio, o en Artillería, detrás de la Concepción. Allí estabas en el límite entre los dos mundos de La Laguna. Ese bar tenía la virtud de acoger a los outsider y a los otros, a los insider, y hacer que conviviesen apostados en la puerta o jugando un fliper. En la plaza de la iglesia, en sus banquitos, cuando ya la policía había pasado, iban a liárselo, sin alardes, por lo bajo, se decía.

Un camello de poca monta pasaba siempre por toda esta ruta vendiendo el género de ocasión. En los días especiales, cada viernes y sábado, vestía con chaleco y botas camperas y se hacía el recorrido completo por la ciudad y sus cuatro bares underground. Como en Nueva York, aunque aquí todo más a mano, como si fuera una representación de una obra de teatro, en la que La Laguna al completo era el escenario de un Nueva York imaginario, sin rascacielos, pero en la que podías elevarte por encima del mundo porque estabas conectado de manera directa, sensación a sensación, con Lou Reed, y con todos los que vivieron con él intensamente en el lado salvaje.

Domingo Garí

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