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05 May

En la lucha sin tregua del hombre contra el hombre, las huelgas se han hecho necesarias y, a veces, imprescindibles. Analizada con rigor, podemos afirmar que es una muestra del desequilibrio y fractura sociales, entre los amos del feudo —quienes no renuncian al derecho de pernada— y los siervos de la gleba — deformes las cervices de tanto humillarlas—; una relación marcada por escaramuzas y encontronazos que, lejos de alcanzar una paz estable y duradera, se ha convertido en epidemia.

Ciertamente, constituye un derecho reconocido (Art. 28 de la Constitución española) y ello es así, implícitamente, porque alguien trata de limitarlo, impedirlo o anularlo. Se sabe que la conquista de este derecho no ha sido precisamente un paseo militar; al contrario, ha costado ominosos periodos de "esclavitud obrera". Ahora bien, para alcanzar determinados logros o salvaguardar los existentes, los ciudadanos que se sienten oprimidos acuden a la huelga; y esta, casi siempre, lleva aparejada la manifestación pública, el entorpecimiento del orden y las consiguientes molestias a otros ciudadanos, con el objeto de aumentar la presión reivindicativa. Y conviene recordar que el derecho a ejercer la presión o conducta reivindicativa es un logro de primera magnitud, reconocida tan solo en los países que se proclaman civilizados. Aunque todo pueblo, por rudimentario que nos pueda parecer, posee su propia e inequívoca civilización; pero esa es otra cuestión.

Pero si hay algo indignante y reñido con la conciencia social de solidaridad son precisamente las huelgas; al menos, en la forma que habitualmente se convocan y desarrollan. Porque hay determinados elementos de esa masa huelguista quienes, enarbolando sus derechos constitucionales, derriban los de aquellos que ven el panorama desde un observatorio distinto; o no lo ven, simplemente. Y esa actitud belicosa e intransigente es motivo suficiente para que su derecho quede desautorizado, fuera de la órbita democrática. Quienes así actúan, levantando piquetes que coartan la libertad del que no piensa del mismo modo o no tiene el mismo problema, se convierten en mercenarios de la intolerancia, en virus perniciosos de una sociedad enflaquecida. ¿Que ocurriría si los piquetes fueran del lado opuesto, de aquellos que no están conformes con la huelga y trataran de impedirla?

Me atrevo a exponer que las huelgas deberían de plantearse ante los órganos responsables, únicamente; evitando causar molestias e inconvenientes a los ciudadanos que nada tienen que ver en ese asunto; —dicho esto último en sentido restringido pues, cualquier problema por muy individual o reducido que parezca, repercute e incide en la colectividad, agitándola—. Pues bien, si para salvar o defender mi derecho anulo o limito el del otro, algo falla en este planteamiento; ciertamente, muestra una carencia de espíritu democrático, al menos. La solidaridad y el apoyo no se exigen; en todo caso, se piden. También sabemos que en las guerras —y la huelga lo es, aunque se tache de civilizada e incruenta— se incumplen los convenios; no se respeta nada, priman la astucia, el engaño y el terror, y los daños colaterales no se tratan; solo importa la victoria final, y esta, justifica los medios.

En una sociedad avanzada y liberada —purgada de miserias—no deberían existir las huelgas. Posiblemente, para alcanzar este objetivo, sea preciso, tras el tumultuoso proceso empírico que ha sido la existencia humana, reinventar al ser humano, puliendo las anomalías y carencias. Pero mientras se escala hasta esa meta no estaría de más reconsiderar, al menos, sus planes de acción, la puesta en escena. De ese modo, y a título de sugerencia, las huelgas podrían consistir en incordiar e irritar a los jefes respectivos de los que dependa la solución del problema y de aquellos que lo han generado, proponiendo algo parecido al mobing; es decir, ignorando su presencia o reclamándola por los más nimios motivos, realizando la actividad laboral a bajas revoluciones, lo que se conoce como huelga de celo, o simplemente estar de brazos caídos, jugando al trivial o al tres en raya; o ejercitando la mente con algún damero maldito o recalcitrante sudoku. Se podría, además, acudir al lugar de trabajo una o dos horas antes y marcharse de igual modo, ocupando las instalaciones, sin hacer nada, únicamente generando gastos de suministros y otros, que incidan y repercutan en las arcas del causante de la misma, absteniéndose de consumir cualquier producto que le reporte ingresos. Y si el asunto vindicativo, lejos de arreglarse, se va recrudeciendo, pernoctar en el lugar de trabajo. Finalmente, si la bravura patronal es de órdago, contraatacar con otra huelga: la de hambre; esta, desde luego, suele ser infalible, porque hurga en la miseria humana dejando al descubierto su doblez, su irredenta hipocresía. Y esta huelga de brazos caídos, absteniéndose de adquirir productos —incluso alimentos— durante el tiempo requerido, se podrían elevar de rango, afectando a toda la comunidad, a la nación; al mundo entero; siempre que las demandas sean ecuménicas e irrenunciables. Sería cuando menos curioso y merecedor de un estudio sociológico las consecuencias de un hecho de esa magnitud. ¿Nacerán líderes egregios que aúnen voluntades y deseos y consigan un parón de semejante calibre y cambie la derrota del mundo? Si lo consiguen, será un hito de la civilización y, sin duda, la cima de la reivindicación. Los funcionarios, además de lo expuesto y como salvedad, podrían encerrarse en los ministerios y demás dependencias, y este tiempo reivindicativo emplearlo para resolver expedientes atrasados, mostrando así su decidido empeño en servir a los ciudadanos.

Las huelgas, como manifestación humana que son, en caso de ser necesarias deben evolucionar y no anclarse en unos procedimientos que ya son anacrónicos y, por tanto, carentes de imaginación. Y, como ya es sabido, la imaginación es un componente de la libertad.

Todas las huelgas irrogan perjuicios a la sociedad, la definen; aunque los miopes no alcancen a verlos. Solo el hecho de su existencia lo demuestra. Podríamos explayarnos en las de los transportes, pero son tan hirientes, tan letales que las ignoraremos. Quedémonos, en esta ocasión —aunque el ambiente no sea el más gratificante—, con las huelgas de los recogedores de basuras y residuos, cuyas protestas son una losa demasiado pesada. Además de perjudicar seriamente a los ciudadanos y constituir un vector de epidemias y enfermedades, ofrece del país una pésima imagen y los visitantes humanos pueden sacar conclusiones muy adversas. Les propongo, en la línea indicada, que cumplan eficazmente sus cometidos y luego se encierren donde consideren oportuno, presionando del modo indicado en los párrafos que anteceden. Hay que aplicar el principio básico de atacar en el foco de la llama, no el humo. Y el foco no son los ciudadanos, sino los responsables —del ámbito que sea—; y, a veces, el egoísmo y la insolidaridad de los huelguistas; que de todo hay.

Esa sería, si me lo permiten, una genuina muestra de responsabilidad y convivencia; es decir: reivindicar sin molestar.

Finalmente, en el caso de que la huelga consiga sus objetivos significaría que los responsables eran reos de abusos continuados. Para castigarlos propongo que, como penitencia, inviten a los huelguistas avasallados a un crucero de lujo para que, además de solazarse, desde la plácida mar contemplen las factorías y empresas, mudas y solitarias; y a los airados e impotentes empresarios —inclúyase aquí a los políticos responsables— desquiciados en sus inaccesibles y enmoquetados despachos.

Mientras todo esto llega —y llegará, solo es cuestión de libertad imaginativa—, concluiremos que la vida transcurre en una enorme olla a presión donde los seres humanos se desintegran entre empellones y zancadillas, saltos y caídas; donde la felicidad, probablemente, estará en otra galaxia; en otra dimensión. Sin embargo, estamos abocados a buscarla. De hecho, y en palabras de Julián Marías, "la felicidad es una necesidad imposible".

Eugenio F. Murias

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