Desgraciadamente, la delincuencia organizada está por cualquier lugar, pero, precisamente, por eso existe un invento que se llaman Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, es decir la Policía, y en un lugar tan señalado como Acapulco no deberían, precisamente, suceder estas cosas o, al menos, poner los medios suficientes para evitarlo y si, en el peor de los casos, acaba produciéndose el fatal desenlace, que al menos la chapuza no se note, amén, por supuesto, de poner todas las facilidades a las víctimas en cuanto a ayuda médica, psicológica e incluso económica, porque seguro que los facinerosos que entraron en el complejo se llevarían luego la plata (el dinero) de esta pobre gente.
El señor Luis Walton ha hecho el más soberano de los ridículos con sus palabras, sobre todo porque trata de minimizar lo que es un suceso que traspasa barreras. Esto es como lo de los carnavales de Santa Cruz de Tenerife donde a los ciudadanos se les exige un papel de extras no remunerado en su peculiar Ley del Silencio. Todos saben de peleas que harían temblar al mismísimo John Wayne y de muertes que han acontecido en esta fiesta, pero la clave es callar, echar tierra porque no se puede afear el Carnaval de cara al exterior. El alcalde de Acapulco ha hecho algo similar intentando desviar la atención con lo que sucede en otras latitudes.
Pues mucho me temo que Acapulco y, de rebote, México, se acaba de quedar por un tiempo indefinido con la etiqueta de lugar peligroso para pasar unas vacaciones, más aún si cabe tras el despotismo de un alcalde que lejos de asumir errores se ha dedicado a echar balones fuera. Un verdadero despropósito.
Juan Antonio Alonso Velarde