Las conquistas tecnológicas constituyen descubrimientos que tratan de mejorar las condiciones de vida de las personas. ¿Lo consiguen realmente, plenamente? ¿Está el ser humano capacitado para discriminar la realidad que le asfixia? Los inventos precisan de un tiempo para conocerse, asimilarse y asentarse; y de su correcta implantación derivará la permanencia u olvido. ¿Por qué tantas prisas en cambiar, sustituir? ¿Por qué algunos hacen suyo, y se desviven por ejecutarlo, eso de renovarse o morir?
Se dice que los antiguos egipcios fueron un pueblo sin urgencias innovadoras, que su cultura se consolidó suficientemente y no precisaron atormentarse el cerebro para mejorar los diferentes ingenios. Fue un pueblo tranquilo, pausado en sus inventos, aglutinador de lo conseguido. Afirmaban que si una cosa funcionaba adecuadamente, no había necesidad de cambiarla o mejorarla. Desde el punto de vista actual fue una civilización que apenas tuvo invenciones, progreso. ¿Esa circunstancia le proporcionó una existencia peor, más infeliz?
Las sociedades civilizadas del presente viven sin vivir en ellas, aceleradamente, y se consumen a velocidades vertiginosas, como leños embebidos de un líquido inflamable; no sé sí esa consunción se hace esperando altas vidas o fagocitándose irremisiblemente en un masoquismo que, de puro insidioso e hiperestésico, pasa desapercibido. Si algún ser de otra dimensión observara el trajín de los terrícolas quedaría, posiblemente, pasmado y aturdido. Posiblemente, también nosotros al observar sus avatares.
La primera opción —la de esperar otra vida— pudiera verse acertada, y hasta entendible, si el hombre estuviera persuadido de su existencia y de su naturaleza feliz y perdurable. Y, sabiéndolo o sospechándolo razonablemente, las ansias de alcanzarla le impelieran a una rápida inmolación de la vida terrenal, para llegar a un disfrute urgente, imposible de postergar. Mirado así, la vida que conocemos vendría a ser una severa penitencia o periodo de prueba. Sufrir para gozar; mas sin premuras; con el estoicismo que otorga la fe. Sin ambiciones, con esperanza sosegada.
La segunda, nos llevaría al terreno del existencialismo, al absurdo de la vida conocida, a la sinrazón; a la existencia sin esencia. Y, en consecuencia, a quitarse de en medio, de olvidar esta pesadilla que es la vida; cuanto antes. Porque, si algo no tiene sentido, carece de importancia; y soportar la angustia y lucha baldías de un Sísifo atormentado es, cuando menos, una tarea irracional. Y como afirmaba Albert Camus, en estas circunstancias, lo único que cobra sentido es el suicidio.
En ambas perspectivas, la vida es algo pasajero.
En medio de estas dos cuestiones, refulgen las dendritas de los innovadores, personajes que solo ven reducidos trechos del camino, los interminables recodos que jalonan la existencia; sin importarles otras consideraciones que no sean las de trasegar en sus micro mundos como hormigas compulsivas en un frenesí de idas y venidas. Y justificando ese torbellino, millares de personas sin perspectivas, sin imaginación ni curiosidad, que aguardan con las bocas abiertas la llegada del sustento, en los nidos de la intemperie...
La humanidad vive una vida vacía, insatisfecha; errante. Ese parece ser el tributo a la inteligencia. Y el materialismo cierra, aún más si cabe, las puertas a un ser que no solo se le escurre sino que pierde su rastro. Lo llamativo de todo es que la masa humana se mueve a un trote renqueante, por una cañada angosta, donde una buena parte de ella habla de la felicidad de su vida y no se ruboriza al reconocer que la alcanza. Pero esos relumbrones son tan solo fogonazos que nublan la conciencia del ser, porque la inteligencia y la consciencia de los sapiens son una maldición; un tributo no se sabe a quién y con fecha de caducidad próxima en el tiempo. Si la debacle es inevitable, ¿por qué correr hacia ella?
Eugenio F. Murias