Viernes, 29 de Marzo 2024 

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02 Jun

El invierno había sido frío; también en la costa. Días antes de la primavera, el sol reapareció; radiante, como si regresara de un largo y placentero viaje. La gente ventilaba las casas y salía a las terrazas y porches; y abría los brazos, estrechándolo; igual que si fuera un añorado pariente. Lo que muchos ignoraban era que nunca se había marchado; que siempre había estado ahí, tras el muro, oyendo sus zozobras y desdichas; queriendo consolarlos, caldearlos. Sin embargo, aunque era un ser poderoso, no podía vencer los ardides de la niebla y de la lluvia. Estos minúsculos adversarios levantaban foscas empalizadas que no podía franquear.


El jardín también era un bullicio de sensaciones alegres, de cuchicheos irrefrenables. Las plantas habían resistido, tirando de las reservas, mermándolas; se desperezaban y oreaban las arterias entumecidas.
Un lagarto atezado, ocelado de ámbar, descarnado y triste estaba echado en el muro de piedra; inmóvil, asoleándose. Solo los pliegues del cuello borbollaban, igual que indolente lava. Nos miramos en silencio. Sorprendidos, ambos, de hallarnos vivos, tal vez. No quería hablar, yo tampoco. Se limitó a mostrar un cartelito donde leí: "cargando las pilas, no molestar". Siempre he sido considerado; sin reparar en convencionalismos. No le incomodé. Tenía derechos reconocidos. Según supe, ocupaba la parcela antes de que yo invadiera su espacio y le acotara sus andanzas.
Mediodía; unos días después. Tirado bajo la sombra del parral; silencio ardiente, bochorno callado. Volvimos a vernos. Le esperaba. Bajaba el muro, remiso; como quien quiere y no quiere; a hurtadillas; ya carnoso. Permanecí inmóvil; los ojos apostados tras una rendija tenue; entre el mendrugo de pan y las motas ambarinas; y una lasca diminuta en la mano. Cuando su plan se me hizo manifiesto hinqué el rótulo sobre la corteza requemada: "no molestar, tomando el sol".
Pasó del mensaje, como si no fuera con él. Se detuvo bajo el rosal buscando la vía más desenfilada. Me desagradó su insolencia; pero le dejé. No respeta lo ajeno, me dije. ¡Te voy a enseñar...! Pero antes de lanzar la piedra, templé el ánimo y le di otra oportunidad. Únicamente quería enseñarle, darle un escarmiento.
El siguió, con vaivenes provocativos. La lengua se le movía como un pistón y oscilaba en el aire igual que la varita de una zahorí. La piedrecita sudaba en mi mano. Casi se da de morros con el cartelito. Se quedó plantado enfrente y antes de marcharse, le oí decir:
-¡Soy miope, qué quieres!
-Pero...
-¡Pero qué! Hueles a impaciencia y a prejuicios.
Comprendí. Intimamos. Le hice un hueco y almorzaba a mi vera, sin pasarse. Y manteníamos largas charlas, a eso del mediodía; su hora preferida.
–Hoy tengo que subir a votar.
–¿A quién? ¿Para qué?
–Tengo que hacerlo, si no...
–No te molestes. Todo lo que inventáis huele a fracaso. Presumís de democracia y eso no es para vosotros. Os falta educación y respeto, así no podréis. Sois díscolos y codiciosos, habéis complicado las cosas. Nunca estáis contentos y hacéis difícil lo simple. Mientras tenga sol, algo que echarme al estómago y un agujero donde esconderme, me conformo; para mí no existe nada más. ¡Déjame!
Me asedaban sus modales, su visión escueta de la existencia; su lucidez de maestro. Era un tipo extraño que me enseñaba sin pedir nada. ¿Le habría enseñado yo algo?
Y aunque pude salvarle de las garras del cernícalo, no intervine. A través del cristal nos miramos; resignado, él; confundido, yo.
¡Adiós, maestro!
Paréceme sentir, todavía hoy, crueles puñaladas cada vez que evoco su muerte, bajo los picotazos. Luego, como un jirón negro, colgando en el aire; ensartado en afilados garfios. Igual que un tasajo oreándose.
Así perdí al bueno de Gedeón.

Eugenio F. M.

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