El jardín también era un bullicio de sensaciones alegres, de cuchicheos irrefrenables. Las plantas habían resistido, tirando de las reservas, mermándolas; se desperezaban y oreaban las arterias entumecidas.
Un lagarto atezado, ocelado de ámbar, descarnado y triste estaba echado en el muro de piedra; inmóvil, asoleándose. Solo los pliegues del cuello borbollaban, igual que indolente lava. Nos miramos en silencio. Sorprendidos, ambos, de hallarnos vivos, tal vez. No quería hablar, yo tampoco. Se limitó a mostrar un cartelito donde leí: "cargando las pilas, no molestar". Siempre he sido considerado; sin reparar en convencionalismos. No le incomodé. Tenía derechos reconocidos. Según supe, ocupaba la parcela antes de que yo invadiera su espacio y le acotara sus andanzas.
Mediodía; unos días después. Tirado bajo la sombra del parral; silencio ardiente, bochorno callado. Volvimos a vernos. Le esperaba. Bajaba el muro, remiso; como quien quiere y no quiere; a hurtadillas; ya carnoso. Permanecí inmóvil; los ojos apostados tras una rendija tenue; entre el mendrugo de pan y las motas ambarinas; y una lasca diminuta en la mano. Cuando su plan se me hizo manifiesto hinqué el rótulo sobre la corteza requemada: "no molestar, tomando el sol".
Pasó del mensaje, como si no fuera con él. Se detuvo bajo el rosal buscando la vía más desenfilada. Me desagradó su insolencia; pero le dejé. No respeta lo ajeno, me dije. ¡Te voy a enseñar...! Pero antes de lanzar la piedra, templé el ánimo y le di otra oportunidad. Únicamente quería enseñarle, darle un escarmiento.
El siguió, con vaivenes provocativos. La lengua se le movía como un pistón y oscilaba en el aire igual que la varita de una zahorí. La piedrecita sudaba en mi mano. Casi se da de morros con el cartelito. Se quedó plantado enfrente y antes de marcharse, le oí decir:
-¡Soy miope, qué quieres!
-Pero...
-¡Pero qué! Hueles a impaciencia y a prejuicios.
Comprendí. Intimamos. Le hice un hueco y almorzaba a mi vera, sin pasarse. Y manteníamos largas charlas, a eso del mediodía; su hora preferida.
–Hoy tengo que subir a votar.
–¿A quién? ¿Para qué?
–Tengo que hacerlo, si no...
–No te molestes. Todo lo que inventáis huele a fracaso. Presumís de democracia y eso no es para vosotros. Os falta educación y respeto, así no podréis. Sois díscolos y codiciosos, habéis complicado las cosas. Nunca estáis contentos y hacéis difícil lo simple. Mientras tenga sol, algo que echarme al estómago y un agujero donde esconderme, me conformo; para mí no existe nada más. ¡Déjame!
Me asedaban sus modales, su visión escueta de la existencia; su lucidez de maestro. Era un tipo extraño que me enseñaba sin pedir nada. ¿Le habría enseñado yo algo?
Y aunque pude salvarle de las garras del cernícalo, no intervine. A través del cristal nos miramos; resignado, él; confundido, yo.
¡Adiós, maestro!
Paréceme sentir, todavía hoy, crueles puñaladas cada vez que evoco su muerte, bajo los picotazos. Luego, como un jirón negro, colgando en el aire; ensartado en afilados garfios. Igual que un tasajo oreándose.
Así perdí al bueno de Gedeón.
Eugenio F. M.