Viernes, 29 de Marzo 2024 

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31 Jul

Es mediodía. En la sala de espera el ambiente parece hostil. Los pacientes se enconchan en sus preocupaciones, se aíslan del entorno; igual que fardos heterogéneos descatalogados en un almacén de penurias. Los amplios ventanales se abren a un jardincito de arbustos dolientes, desmayados por el calor veraniego.


Una mujer enjuta, de ojos llorosos, palpa con disimulo la mejilla tumefacta, dolorida; no tiene ánimo para hojear el catálogo de cosmética que sobresale de su bolso. A su derecha, otra, de aire escandinavo, roza suavemente un marcador azul contra el borde del libro que mantiene sobre las rodillas ásperas, blancas como costras de sal. En la otra esquina, un muchacho de coleta teclea en el móvil; su otra mano descansa en la visera del casco Suomy. A su izquierda, una chica con el pelo suelto, del color de la avena sazonada, revisa unos papeles; sus pies desnudos descansan en unas sandalias marrones, cruzados; un anillo plateado brilla entre las uñas teñidas de rojo. En la bancada de enfrente, una señora oronda, de mejillas eritematosas, se abanica impaciente pasando las hojas de una revista de moda. Pegado a ella, un anciano dormita con la boca entreabierta, silbando como una cafetera olvidada. Los dos asientos restantes los ocupa un tipo grueso, cuyo vientre parece de gestante salida de cuentas; un torrente de sudor chorrea por sus mejillas mientras vocifera por el teléfono.

-Pues si está estreñido que se joda, peor estoy yo. ¿Te enteras? ¡Que coma hierba! Sí, sí, ya verás cómo se ablanda. Que sí, Dolores, que sí. ¿Eh...? Eso es. Los perros son así, se purgan con hierba cuando están tupidos. ¿Eh...? De veterinario, ni hablar, cuestan un ojo de la cara. Que se joda, te digo. ¡Solo faltaba! Que no, Dolores, que no. ¿Eh...? Pues, no sé. Una hora, por lo menos. Sí, mejor; yo te espero en casa.

El hombre grueso guarda el móvil en el bolsillo de la camisa y se enjuga el sudor de la frente, con un antebrazo desnudo y piloso. Bufa como un toro incomodado que sufre el bordoneo del enjambre. Sus ojos no miran, solo ven un micro mundo nebuloso y adverso.

-Esperamos al técnico de un momento a otro, señor. Tenga paciencia.

Se excusa la enfermera eludiendo la mirada del hombre grueso que ha formulado una queja por la falta del aire acondicionado.

Permanezco en pie, en la antesala; frenado por millares de moléculas inestables.

La televisión emite desde un ángulo, en lo alto; con un sonido monótono, soporífero. El hombre grueso se encara con ella; impasible el gesto, contenido el pestañeo. Al lado, tras el tabique, suena el taladro: insistente, desgarrador; colmando el aire de verdugones invisibles; de vibraciones sádicas que han invadido la boca de la mujer de ojos llorosos.

El canal emite un reportaje sobre un matadero. Un cerdo nervioso se mueve cabizbajo, sin perder la elegancia; encajonado en el estrecho pasillo de electrocución. Le aplican las pinzas y se tambalea en un ritmo macabro; frío y calmoso. Muere. El matarife, ausente, insensible, perfora una pata con el garfio y lo cuelga boca abajo. Le clava un largo cuchillo en la garganta y la sangre fluye a borbotones, formando grumos y pellas oscuras e inocentes; pellas que estallan contra un pilón lúgubre; también en las botas altas de goma.

La mujer de rodillas blancas entra en la consulta; el taladro chirría vindicativo, incansable; con espeluznantes acometidas.

El destripe del marrano, ya exangüe, aunque meticuloso, es expeditivo; igual que el descuartizamiento. El artífice se vuelve hacia la cámara y muestra el costillar, como explicando unas calidades que se me escapan. La chica de cabellos de avena ha mirado brevemente la escena, camino de la consulta. El hombre grueso se prende de su trasero; sus pupilas se contonean al unísono; ávidas, bañadas en sudor. Cuando el matarife muestra el pernil, el hombre grueso le devuelve la sonrisa; imperceptible, pero con una pizca más de fatuidad, si cabe.

Llaman al anciano con voz delicada, casi inaudible; como excusándose por arrebatarle del sueño, de la anestesia del letargo. Va como un sonámbulo, aturdido; casi al trote, perdido en un laberinto que le sobrepasa. La enfermera le ayuda, le guía. Durante un instante breve, los demás han alzado la vista; pero enseguida vuelven al refugio, al hogar de sus preocupaciones. El hombre grueso sigue pendiente de la pantalla.

El pastor amarra las patas del cordero y lo deja sobre un armazón acanalado; la cabeza colgando, en el extremo. Le clava el cuchillo y la sangre se precipita sobre la paja revuelta de la corraliza. Mientras se desangra hace unas incisiones en las patas del animal; cuando el chorro es una gota agonizante introduce la boquilla del soplete y abre la válvula. El aire a presión va separando la piel, estallando, inflando el cuerpo como una vejiga de crueldad. Y en una labor silenciosa y eficiente, va cambiando la boquilla y accionando la válvula Cuelga el borrego de una polea y lo va desollando entre una brumita de vapores; liberando las vísceras. Una gotita de sangre asoma por la nariz del animal; otra, cuelga de la lengua. Un instante después desparecen, ocultas por piel desollada. En el tablón sanguinolento, lo descuartiza, con golpes certeros, que resuenan como latigazos.

El muchacho abandona la consulta atolondrado, con el casco bajo el brazo; aun así, no deja de teclear en el móvil. Los recios pasos del hombre grueso se silencian tras la puerta. El gemido del sillón traspasa el muro.

El pastor mira hacia el reportero que le observa bajo la tejavana. Se gira hacia la cámara y ofrece la paletilla a unos espectadores invisibles.

Media docena de chuletas se doran en la parrilla, sobre un páramo de brasas de sarmiento. Vuelta y vuelta, entre sonrisas de escorzo; mientras, el pastor traba a la segunda víctima. El reportero mastica con aire bobalicón; insensible; ajeno a las ovejas que esconden las testuces en un torbellino de inquietud.

Cuando la señora oronda entra en la consulta, concluye el programa. Enseguida, comienza un reportaje sobre la guillotina, de su eficacia. Una sinuosa hilera de condenados aguarda su turno; engrilletados. Avanzan lentamente, a empujones, con pisadas aterradoras que retumban en los muros; mirando espantados el artefacto que se levanta sobre el patíbulo. Uno a uno, con cadencia macabra, va encajando el cuello en la oquedad del madero. Se cierra la tapa; crece el silencio, entre sollozos. Ya no hay escapatoria. El verdugo libera la soga, cae la cizalla y... ¡Zas! El terrible impacto cercena el cuello; los músculos se retuercen, los ojos se cierran...; otros los cierra el verdugo, en el cesto de las cabezas cortadas.
Huía de la sala cuando la enfermera me interceptó.

-Entre, señor.

Me siento en el sillón, levitando, escamado. No por la guillotina, ni por el puerco despedazado; sino por el borrego negro acuchillado. ¡Quién sabe por qué! Y abro la boca, como él; mirando de soslayo; lívido; trémulo. La sombra del taladro bailotea como mariposa de la muerte; y temo que perfore mi aliento, mi latido desbocado, y que un soplete invisible me saque de este mundo inexplicable.

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