Viernes, 29 de Marzo 2024 

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30 Dic

El agua, del color de la tierra yerma, se despeñaba barranco abajo; y traía el olor amargo del quebranto. Los callaos se restregaban en un sonido hosco y tenaz; pavoroso, como el de los truenos que retumbaban allá abajo, sobre el mar invisible.

Llovía.
El peñascoso barranco surcaba la ciudad. Pero la ciudad huía de él; recelosa de aquella herida abierta y profunda; sin cerrar.
En la orilla opuesta, muy escarpada, divisé varias oquedades. Me acerqué, con el perrillo siguiendo mis pasos. Me aposté bajo el árbol, entre escalofríos; detrás de un muro de piedra medio derruido.
Amanecía.


Un tipo enjuto apartaba unas ramas que obstruían la entrada; otro, permanecía echado en los umbrales; entre cartones y harapos amontonados. Aguardando la llegada de un alba desapacible; mirando el agua; sus prisas inconfesadas.
Muy cerca, en la negrura, se oyeron sonidos roncos.
Un hombre se me acercaba, mochila al hombro; algo encogido y estevado. En una mano sujetaba un maletín oscuro, de tela. Al mirarnos, le pregunté si se había mojado, si había podido dormir en medio del fragor del agua. Me contestó que las cuevas de este lado quedaban más altas que el cauce; y que el ruido no importaba cuando se tenía sueño y la mente quieta. Llevaba tiempo pernoctando allá; fue de los primeros, de cuando las cosas empezaron a ir mal. No había goteras; pero el sabor acre de la soledad se había enganchado a las paredes. Dibujaba. Pero vendía poco. Apenas, la gente tiene otras necesidades. Se marchó enseguida, escaleras arriba; hacia el mundo hostil y lejano que ya rechinaba.
Seguí mirando la orilla; el trajín sosegado, casi inexistente de sus moradores. Arriba, en lo alto, la cocina del hotel se despertaba. Un bandada de tórtolas se había posado en la orilla y picoteaba el fango. Una mano apartó la lona embarrada que cubría el vano y asomó la cara mugrienta de un hombrecillo. Salió, frotándose las manos, y orinó mientras bostezaba; escrutando el horizonte. Agarró un palo y se hundió en el cauce; esquivamente, como gato escaldado. Avanzó con cautela y, en un zigzag calculado, lo vadeó sin sobresalto. Me había visto fumar. Desde el otro lado del muro, con voz cascada, como venida de otro mundo, me pidió un cigarrillo. Encendí uno y le entregué el resto de la cajetilla; también el encendedor. Fumó con avidez, arrancando un humo negro que se encogía bajo la lluvia; entre toses repentinas y recurrentes. Sus ojos enrojecidos se sacudían a cada ramalazo; como si fueran a desprenderse de aquellas cimbras descarnadas. Con el pitillo en los labios, cruzó de nuevo el torrente; sin volverse.
Enseguida, sin haber reparado en ella, la vi. Había rebasado el muro y se había quedado a unos pasos. Sentí su mirada escrutadora y voraz; recorriéndome. Gotitas de agua se desprendían de su nariz. Venía descalza, con la piel ajada y la edad oscilante, nebulosa. Franjas de hermosura se adherían a sus mejillas, a sus labios frustrados; al destello mate del pirsin. Súbitamente, se alzó el vestido, orillando una sonrisa gris, de marioneta. Me quedé plantado frente al bosquecillo de arabescos negros; frente a un vientre entumecido y surrealista. Aparté los ojos, molesto. Y llamé al perrillo que olfateaba con descaro creciente. Cinco euros, me dice; para comer algo. Le entrego los treinta que llevaba; en su mano mojada y fría. Se acuclilla y la lluvia repiquetea en sus muslos desnudos. Acaricia la cabeza del animalillo; con dulzura, sin prisa. Su mirada me buscó, desde allá abajo; desde el charco que maceraba sus pies; y su sonrisa me aplastó contra el árbol. Saltó el muro y se marchó por la orilla; su cabello enmarañado, chorreante. Unos pasos mas adelante se volvió su sonrisa; no sé si era de gratitud o desdén. La luz de un faro, desde el puente, pasó veloz por su espalda.
Alguien comenzó a cantar; con voz recia, varonil; cerquita de la cascada; al fondo. Mientras, hacía extrañas cabriolas; con el torso al aire; bajo la lluvia. Y golpeaba el aire, como si atizase a un adversario que solo él veía. Unos calzoncillos negros y amplios se le pegaban a la piel; y su negrura se perdía en la oscuridad infinita. Cerca, alguien encendió un fuego; el humo se arremolinó, terco; como reacio a abandonar el techo goteante de aquel hogar mísero.
Me calé el gorro y eché a andar; pausado. Una mujer se acercó; con voz suave, casi misteriosa, me pidió un euro para beber un café. Torcí la cara en un gesto incómodo, de impotencia. Una mano se agitaba en la orilla, la otra sujetaba un pitillo junto a la boca. Sin buscarlos, me topé con dos ojos que parecían dos nichos desahuciados.
¡Feliz Navidad, señor!
El perrillo gruñó.
Yo le seguí, malhumorado y triste.

Eugenio Fernandez Murias

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